(Por Christian Sanz) Lo ocurrido en Bolivia en las últimas horas, que terminó con Evo Morales eyectado del poder, puso a prueba a propios y ajenos. La grieta en estado puro.
Unos juran que hubo un golpe de Estado; otros aseguran que no, que no se configuraron ciertos patrones que serían casi “de manual”. Como si lo relevante fuera la denominación de los hechos, no los hechos en sí.
Esa discusión, que llegó a niveles de imbecilidad bastante interesantes, consumió la casi totalidad de los programas de televisión y de radio. Es decir, en lugar de debatir sobre el trasfondo de la cuestión boliviana, se pasaron horas y horas analizando si se trató de un golpe de Estado o no.
Lo mismo ocurrió en las redes sociales, donde reputados referentes del oficialismo y la oposición hicieron lo propio.
De un lado y del otro han apelado a falacias de lo más ocurrentes a la hora de justificar sus posturas: por caso, los “ladriprogresistas” de siempre llegaron a decir que EEUU estaba detrás de complot contra Morales. ¿Las pruebas? Bien, gracias.
Por su parte, los “derechistas irredentos” de siempre acusaron a Morales de armar su propia debacle e incluso de insuflar los incidentes en las calles de Bolivia y la quema de su propia vivienda. Tampoco hay evidencia alguna de ello.
Entonces, la discusión se vuelve absurda, porque gravita sobre dogmas de fe que no tienen más sustento que el deseo de los que debaten. No sirve.
La cuestión boliviana es mucho más compleja que lo que pudiera decirse en una mesa de café o en un programa lleno de panelistas de TV que cinco minutos antes hablaban sobre la crisis matrimonial de Florencia de la V.
Es una historia de logros y mejoras sociales innegables, en un país siempre postergado; pero también de hartazgos ante la ausencia de republicanismos básicos.
Porque Bolivia no tenía reelección consecutiva cuando llegó Evo, en 2006, y fue él quien se encargó de reformar la Constitución de ese país para lograr su segundo mandato. “No hay dos sin tres”, se dijo Morales y reinterpretó la letra de esa misma ley de leyes para contar el segundo período como si fuera el primero. Logró ser reelecto finalmente.
Pero no fue suficiente: quiso un cuarto mandato y avanzó contra lo mismo que él había impulsado a nivel constitucional. Llamó a un referéndum y el pueblo le dio la espalda. No le importó, persistió de todas maneras y siguió adelante.
Y luego llegó la frutilla del postre, cuando se “cayó” el sistema informático, en medio de un escrutinio que reflejaba un seguro balotaje. Una segunda vuelta que las encuestas le anticipaban áspera y complicada de superar a Evo.
Para que no haya dudas de lo ocurrido: la Organización de los Estados Americanos (OEA) descubrió «fallas graves de seguridad» y una «clara manipulación» en el sistema informático a través del cual se transmitió el conteo de votos, tanto para los resultados preliminares como para los cómputos finales.
No fue todo: los auditores hallaron «irregularidades» en una muestra de actas electorales, incluidas firmas falsificadas y boletas en las que Morales registró el 100% de los votos. ¿Más datos? Según la OEA «ni siquiera se había completado con un cero el campo correspondiente a los votos de los partidos opositores». Más claro, echarle agua.
Es curioso, porque los mismos “ladriprogres” que hoy se rasgan las vestiduras y juran que hubo un golpe de Estado en Bolivia, callaron en su momento ante la gravedad de lo sucedido en los comicios de ese país. Ni una palabra sobre lo que dijo la OEA y quedó claramente documentado.
Tampoco han dicho nada sobre lo que sucede en Chile. ¿O acaso los agitadores contra Morales son “golpistas” y los que atacan a Piñera “libertadores de la patria”?
Ese doble estándar de la izquierda vernácula es un reflejo de su propia hipocresía. Una doble vara que termina conspirando contra sus propios postulados, provocando su propio descrédito.
La derecha tampoco suele atinar demasiado, pero al menos ostenta más coherencia. Eso sí, lo que no refleja es mayor sensibilidad social. Eso está claro.
No obstante, todo termina siendo parte de la misma trampa. Porque lo ideológico mata toda chance de debate serio. Unos con sus preconceptos y los otros con sus prejuicios. Lo importante siempre pasa por otro lado.
En eso tenía razón Arturo Jauretche: “Las disputas de la izquierda argentina son como los perros de los mataderos: se pelean por las achuras, mientras el abastecedor se lleva la vaca”. (Tribuna de Periodistas)
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